CONCURSO "MI VIDA COMO INTERNISTA EN LA EPIDEMIA COVID-19"

FOTOGRAFÍAS, RELATOS Y VÍDEOS

CONCURSO "MI VIDA COMO INTERNISTA EN LA EPIDEMIA COVID-19"

FOTOGRAFÍAS, RELATOS Y VÍDEOS

FOTOGRAFÍAS ACEPTADAS

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El placer de viajar, la posibilidad de volar. Pequeñas cosas que no pudimos hacer durante nuestra vida en la pandemia COVID-19. Vamos a quedarnos con lo positivo. Vamos a disfrutar de ellas.

Rubén Alonso Beato

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El  dolor de perder una vida , es un dolor compartido por un lado el paciente que sufre su partida ,por otro lado el familiar que siente lo vivido esfumarse y por ultimo el medico tratando de salvar una vida al riesgo de la suya , amada vida dame fuerzas para luchar por tu vida yo como medico internista.

Anais López

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“Mirada infinita”. Esta mirada refleja la situación emocional muchas veces al límite en la que nos encontramos. Además muestra concentración y cansancio. Pese al desespero y la gravedad de la situación… no debemos dejar de luchar cada día.

Alejandro Bendala Estrada

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“Irreductibles”. Tras largas jornadas de trabajo, infinitas horas con el EPI puesto, miles de guardias y refuerzos intentado ser capaz de llegar a todo, las fuerzas van claudicando. Pero tras un breve descanso para recuperarse, hay que seguir, sin rendirse. ¡Somos irreductibles!

Alejandro Bendala Estrada

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Avanza el día en una guardia el 27 de abril del 2020. El cielo plomizo se cierne sobre Granada, cual pesada carga que supone la lucha contra el coronavirus. Sabemos poco, la mortalidad es dramática, los medios escasos, pero con esfuerzo y sacrificio, llevaremos a la derrota total al virus.

Sergio Fernández Ontiveros

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La noche en tiempos de COVID19. La fotografía refleja las guardias durante la pandemia: la COVID19, igual que la inmensidad del universo asusta. Pero esconde también la belleza de ayudar a los pacientes, tantos como estrellas en la oscuridad. Andrómeda representa los casos complejos y las estrellas fugaces los decesos.

Meritxell Royuela Juncadella

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La vida son vivencias, estamos hechos de momentos como mi foto, rostro cansado… Al ampliarlo descubres todo lo que hay, pacientes, webinars, estudio, preocupación, hijos, pareja… Pandemia Covid-19.

Esther del Corral Beamonte

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Experiencia clinica con test rápidos de anticuerpos.

Judit Constán Rodríguez

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Felices y contentas porque tras realizar los test rápidos pudimos confirmar el diagnóstico de neumonia por COVID19 de muchos pacientes

Judit Constán Rodríguez

Rubén Alonso Beato

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Podría enviar solamente esta fotografía. El motivo es muy simple: ellos  (nuestros abuelos) son la principal preocupación de esta pandemia, y por ellos debemos seguir luchando sin cesar.

Lucas Corral Nieri

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“Selfie Covid-19” nunca poso para una foto, menos para selfies. Pero recuerdo que ese día, tras salir del hospital, necesitaba oxigenarme y fui hasta este bosque encantado para ese fin. Cuando me di cuenta, seguía con la mascarilla en medio de la soledad y el silencio de los árboles.

Lucas Corral Nieri

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Éramos ric@s por poder tocarnos… y no lo sabíamos! Homenaje a tod@s las personas que emprendieron otro viaje, dejando tras de sí, el contenido de sus maletas, en nuestros corazones, PARA SIEMPRE. Creamos o no…, eso l@s mantiene junto a nosotr@s día a día. Nos dan fuerza para luchar contra SARS-COV-2.

Juana Pinar Sánchez

RELATOS ACEPTADOS

Maldito bicho

 

Pablo Demelo Rodríguez

María contaba 82 primaveras y nunca había pisado un hospital. Vivía sola, tenía 2 hijos. Le encantaba pasear. No supe mucho más.

La primera vez que vi a María, ya me pareció que era tarde. Y a ella también. Tumbada de costado, con una mascarilla cubriéndole la cara, me hablaba como quien se confiesa. Que nunca había estado mala. Que ahogarse era muy desagradable. Que sabía que de esta no salía. Que maldito bicho.

En el mundo de ayer le habría dicho, ingenuo de mí, que no. Que había mucho por hacer, que no fuera negativa. En este nuevo mundo, yo ya sabía que María tenía razón, su radiografía y sus análisis decían lo mismo. Así que simplemente tiré la toalla. Game Over. A esta te la llevas.

Aún hoy, cuando menos me lo espero, vuelvo allí. Sólo, en aquella habitación. Josefa, el ruido del oxígeno cuando la bolita está en lo más alto, y yo. Escondido detrás de una máscara. Me convencí de que era tarde, de que un tubo en su tráquea era prolongar lo inevitable, y seguí adelante. Otro paciente, otra habitación. 24 horas después, María se fue. Me dijeron que estaba tranquila. “Yo sé que de esta no salgo, que no podéis hacer nada por mí”, decía. Ojalá tuvieras razón María, allí donde estés. Ojalá sea cierto que no podíamos hacer nada más. Es lo que me repito cada día. Maldito bicho.

Como agua de mayo

 

José Luis Callejas

 

Lo necesitaba, lo necesitaba como… Como agua de mayo. Lo necesitaba. Necesitaba no dormir. Necesitaba no comer. Necesitaba destrozarme las uñas a mordiscos para paliar mi ansiedad. Necesitaba notar mi corazón galopar. Necesitaba oir mi respìración. Necesitaba  sentir temblar las piernas de miedo por no saber qué hacer. Necesitaba aprender. Necesitaba contar. Necesitaba escuchar.  Necesitaba…, lo necesitaba, lo necesitaba como… Como agua de mayo.

Entre el pladur y la desesperanza

 

Beatriz Rodríguez Alonso

 

Pandemia… Una de esas palabras que, sin entrar en semántica, ya evocan la enormidad de su contenido. Lo que se agazapa tras su fonética es la tragedia. Una mañana, despiertas al alba contemplando con desidia lo rutinario de tu existencia, pixelada en diferentes tonos de gris, inversamente proporcionales al porcentaje de No-REM que el destino o el desatino te hayan concedido esa noche. Y, una luna después, tus párpados descubren unas pupilas midriáticas por la incredulidad de una situación inconmensurable. Aquel 16 de marzo quedará cincelado en los anales de nuestra memoria. Aquel día, el aliento helado del miedo paralizó nuestra existencia como si de una secuencia de película en “pause” se tratara. Durante aquellos tediosos meses recluidos entre el pladur y la desesperanza cual rehenes sin fe en el rescate, solo una cosa corría a su antojo… Las lágrimas. Las lágrimas de aquellos que, conociendo su diagnóstico, sabían que no volverían a abrazar a sus hijos. Las lágrimas de los que, solos en su encierro, habrían dado su último aliento por un abrazo. Las lágrimas de los sanitarios que se vieron arrastrados en un David contra Goliat que estaba hipotecado desde el principio… Porque detrás de las mascarillas no podíais ver nuestro desconsuelo, pero en el vaho que empañaba nuestras gafas no era necesario escribir nada con el dedo… Nunca antes las carencias del lenguaje habían sido tan lacerantes. Nunca antes una caricia a través del látex había aplacado tanto desconsuelo. Aprendimos a hablar con la mirada.

Los puentes que frágilmente construimos

 

Fernando Jaén Águila

 

A Don Luis Hernández, médico y maestro.

“En las tinieblas moran
las águilas y sin temor caminan
los hijos de los Alpes sobre el abismo,
sobre puentes livianamente construidos”

(Hölderlin)

 

Veo una foto en la que apareces, enero de dos mil tres, había nevado toda la noche, silenciosa y largamente, los cipreses de La Caleta despertaban como albos celadores frente al hospital y los jóvenes médicos de entonces orbitábamos ingenuos a tu lado. Permanecías, en el centro, con la sabia sonrisa que deja la derrota.

Desde entonces comenzamos a cruzar el abismo sobre los frágiles puentes que construimos, asumiendo, no la mitad, sino la sombra entera. Tus lecciones de poesía y medicina aliviaban los golpes de los primeros encuentros con la enfermedad. En tu memoria prodigiosa permanecían intactas las tablas de los diagnósticos diferenciales del Farreras. Tenías ojos de niño tras ese cuerpo de gigante, con una mezcla de testosterona y ácido lisérgico que trajiste de tierras africanas.

Y aún seguiste viniendo, después de jubilarte, a nuestras sesiones de la novena. Te cogió de improviso la pandemia de este coronavirus y sólo pudimos acompañarte, sedarte en los momentos finales, informar de tu partida a tu familia y dejarte ir solo, abrazado a la soledad, la soledad solemne de un médico que muere.

Así llegó la tragedia, el relámpago oportuno en el lugar preciso, el espacio de un cuerpo vacío. Con tu ejemplo  aprendimos a valorar la entrega y el respeto que habita el alma de los médicos que, educados en la despedida,  han aprendido a escuchar los sordos sonidos del dolor. Al irte se fue, no la mitad, sino la entera luz de ese día.

4 ó 5 momentos

 

Nicolás Alcalá Rivera

 

Todo el mundo cree que ser un héroe es un trabajo a tiempo completo: amanece y despiertas, te lavas los dientes, desayunas café solo y vas a trabajar como héroe; desde las 8 am hasta las 8 am del día siguiente, sin descanso. Se equivocan. En la vida, suelen decir que sólo hay 4 o 5 momentos de tamaña importancia. Momentos en los que se presenta ante ti una decisión inconmensurable: realizar un sacrificio, hacer frente a tus miedos o perdonar a un enemigo. En esos momentos, todo lo demás resta interés.

En tiempos de héroes y super-heroínas de ficción en pantalla grande, la humanidad ha descubierto ahora que siempre han vivido entre nosotros. Personas llanas y comunes, que no llevaban capa roja o una armadura de metal. Siempre en la sombra, y nunca deseosos de reconocimiento o fama; pues jamás se llaman entre ellos así. Se arman de valor y una bata, para combatir cada día peligros que el Mundo a veces ignora. Y ni siquiera ahora un super-villano con corona pudo con ellos.  Llevan sus manos y mentes a destinos inciertos, con la razón en siniestra y el corazón en su diestra.

¿Y si ellos soñaran con convertirse en algo distinto de lo que la sociedad tenía previsto? ¿Y si ellos aspiraran a algo más? No son los héroes que nos merecemos, pero sí los que necesitamos, pues seguirán persiguiéndolos y marginándolos.

Porque ellos pueden resistirlo.

Porque no son héroes.

Son guardianes silenciosos, protectores vigilantes.

Médicos con 4 ó 5 momentos.

Hoy cambiamos de fase

 

Carlos Mª de San Román y de Terán

 

Día uno de junio, dos minutos antes de las seis de la mañana; el ronroneo de los motores se escucha en la lejanía y una pequeña fila de barcos enfila y supera la bocana del puerto. Desde mi ventana puedo ver con detalle el puerto y el lugar donde serví durante más de tres décadas.

Y pienso en la alegría y emoción de los marineros que hoy recuperan su trabajo y su sustento.

Y pienso en los compañeros de trabajo que dirigí, con mayor o menor acierto, pero con la mejor voluntad y dedicación y les doy las gracias por haberse jugado la vida para salvar la mía.

Y pienso que hoy puedo, por fin, abrazar a mi último nieto recién nacido, a quien solo veía con la perspectiva de dos metros de distancia en las últimas semanas (soy el único que salía para hacer las compras y “mandaos” imprescindibles).

Y pienso en la ilusión y entusiasmo que me cuentan mis otros nietos porque pronto va a llegar el momento en que volvamos a estar juntos.

Y he recordado a mis hijas.

Y he mirado hacia atrás y las he visto a ellas.

Y mirado a mi lado y estaba ella.

Y ha amanecido.

Y he recordado los versos y la melodía de Violeta Parra… y le he dado gracias a la Vida.

Los ojos de la vida

 

Sonia López Garrido

 

Ya no recuerdo lo que es abrir la puerta de la habitación sin ver mis brazos envueltos en plástico, ni sentir mis manos desnudas sin llevar dos pares de guantes encima de ellas. Escucho mi respiración y mis gafas se empañan con cada espiración. El sudor empieza a recorrer mi espalda. ¡Cuánto calor debajo de tantos plásticos!. Contengo el aliento un segundo antes de entrar. Dibujo una sonrisa con los ojos a sabiendas de que son los únicos que pueden hablarte. Nunca había sido consciente del lenguaje de la mirada hasta este momento. Nunca había sido consciente de todo aquello que son capaces de contar esos ojos que cada día veo. Aquellos que expresan miedo. Los que me transmiten esperanza. Los que me hablan de su tristeza y soledad. Aquellos que me piden amor y necesidad de cuidado y compasión. Los que se despiden y los que le piden a la vida un nuevo comienzo. Sé que apenas me escuchas tras esa pantalla y prácticamente no distingues mis rasgos. Por eso sé, cómo es de importante que mis ojos también te cuenten. Que mis ojos también te transmitan cuidado, esperanza, cariño y fuerza. Sé que estás aquí sola, sé que tienes miedo y además tengo que minimizar el tiempo a tu lado, pero tranquila; intentaré dar todo de mí. Escucho tus pulmones tan lejos. Te cuento que hoy he hablado con tu hija y que te manda fuerza y amor. Que están a tu lado tras estas paredes. Cada día te siento más cansada. Tus pulmones luchan a contrarreloj pero tu respiración se agita cada vez más. Agoto todos los tratamientos de los que disponemos pero el cansancio puede más que los fármacos, y lo siento así en cada visita. Apenas abres los ojos pero estás en paz. Cada día te cuento que tu familia está contigo, cuelgo sus fotos en frente de ti y te acompaño tras mi traje de astronauta. Estoy contigo, lucho contigo. El SARS-CoV-2 gana la batalla. Lo presiento. Lo veo en tus ojos. Pero tranquila, no te dejaré sola. Estoy aquí contigo. 

Esa mañana volví a cruzar esa puerta, volví a sentir mi pantalla empañada y el sudor cálido bajando por mi espalda. Esa mañana volví a verte, tu pecho no se movía y tus ojos habían dejado de hablar. Me habías dejado sola. Tras esa pantalla, tras esos guantes, debajo de aquel plástico y entonces, solo entonces; mis lágrimas inundaron mis gafas y me sentí triste y desolada. 

 Marqué ese número de teléfono. Tu hija contestó como cada día. Tuve que coger fuerza para contarle que ya no estabas aquí y que ellos no podrían despedirte ni volver a verte. Contuve mis lágrimas para poder hacerlo. El adiós es triste, siempre lo es. Pero el adiós en soledad es terrible. 

 Todos los ojos que me han sonreído y hablado a lo largo de estas semanas, todos esos ojos, forman ya parte de mí y de mi manera de afrontar la vida y el trabajo. Gracias a todos ellos. Gracias por esas miradas llenas de vida. Gracias. 

 

Crónica 23

 

Javier Marco Martínez

 

Ya nos hemos reunido, todos, por última vez. Motivo: cierre por cese de actividad o por defunción si queremos ser directos. Cada vez que me levanto y oteo el pabellón por la cristalera, me golpea la realidad. La visión panorámica de ese mosaico blanco y rojo que contiene las distintas tribus de hormiguitas que lo colonizan, pacientes, sanitarios, limpiadoras y demás pobladores, no ofrece dudas, despoblación progresiva, poda de una pradera antes espesa, obsolescencia programada que dicen.

Y sobre la pandemia, zumban desde hace días un monotema: los test. Que si funcionan o no, que nos han vuelto a engañar, que llegan, que no llegan, que ya han llegado. Y ahora que han llegado resulta que también son defectuosos. Que nos la metieron de nuevo. Total, que no sabemos si el listo es el que vende o el que compra y luego vuelve a vender. O el más tonto es el último que compra. A lo mejor, lo que aquí nos pasa es que hay demasiado experto al que no oímos o muchos y no se les entiende. 

Y los demás, que no entienden, lo que tienen es muchas ganas de salir, a la calle o a donde sea. Con niños o sin ellos, con problemas, con miedo, con dudas, con cabreo, con frío, con fuerza, con esperanza, con dolencia o con templanza, pero salir. Y mientras llega ese momento, que no tarde, pues aquí seguimos, tampoco por mucho tiempo, y a mandar.

Continuará…

Crónica 4

 

Javier Marco Martínez

 

Hoy este cronista llega tarde, con poco tiempo, muchomuchomucho lío. Videoconferencia, sentadilla con los emails, guasap que no esperan, llamadas de ayer porque era domingo o de hoy porque es lunes. Reunión ejecutiva: los jefes, los médicos, la UCI, laboratorio, farmacia, logística, recursos humanos, admisión, voluntarios, … 120 minutos de notas que luego hay que ordenar, dar sentido, trascribir y enviar; ahora estoy en ello. Bocata gratis de calamares, patatas fritas con mayonesa y agua; descafeinado con sacarina y charleta con quien pillas por allí. Vuelta la burra al trigo. Reunión con los médicos que andan revueltos con sus razones. La SextaMasValeTarde, conexión y cierre. Y sigue la rueda.

Hoy hace bueno, sirimiri a la mañana y primavera del norte más tarde. Corren vibraciones de cordialidad, coleguismo y ánimo. Todo rueda más afinado, con ritmo. Le vamos cogiendo el tranquillo. Y eso que hay nuevas órdenes de arriba y nos vamos adaptando. Se han tomado decisiones y aguardamos resultados, nuevos ingredientes, nuevos productos. Vamos viendo, pero siempre con ganas.

La plaza sigue recordando a la de un pueblo, sin Ayuntamiento ni campanario, pero siempre llena de trajes regionales: de bombero, de soldao, de enfermero, de azul y verde, de naranja. Y un día vendrá la orquesta y habrá baile, y verbena y …

Continuará…

Introducción

 

Javier Marco Martínez

 

Estas crónicas que el lector se dispone a leer, narran un tiempo revuelto, en la primavera de 2020. Pasé esos días y también los últimos once del mes de marzo, embarcado y casi confinado física y mentalmente en un proyecto vital. Vital porque me llevó casi todas las horas de mi vida en aquel tiempo, pero también vital para muchas gentes que dependían de que lleváramos a buen puerto el Hospital de IFEMA que nos habían encargado dirigir.

Solo fue en abril cuando tuve los veinte o treinta minutos de más para poder dedicarlos a la escritura. Se me ocurrió que podría estar bien trasladar al papel lo que ocurría cada día en aquel micromundo en que pasaba casi todo el día. Mis lectores serían los miembros del grupo de guasap – ifema team –  que usábamos para comentar cosas del trabajo. A lo largo de los días, estas 30 crónicas fueron incluyendo algunas descripciones de los protagonistas de esta pequeña gran epopeya y también reflexiones sobre cómo el mundo iba cambiando.

Aunque quizás estas treinta páginas que siguen puedan no interesar a nadie, salvo a los que vivimos esos días de guerra, acción y, en cierto modo, alegría que no volverán, la vanidad de autor, me obliga a ofrecerla a cualquier ojo curioso. Alguna vez el mundo será otro, a lo mejor, mejor, nadie lo sabe. Lo que sigue fue el nuestro durante unos días de la primera primavera de 2020.

Glorieta Cristo Rey

Mayo 2020

Mi/su día

 

Joaquín Escobar Sevilla

 

Mi día empieza cuando la veo a ella. Son casi las cinco de la tarde y en su rostro enmascarillado apenas reconozco los signos que me digan cómo ha sido su día.

Detrás dejo una rutina casi quieta. Se corta la tensión de este eterno domingo de lluvia fina que, helada, ha congelado el tiempo. Los quince minutos hacia el osteoporótico hospital, son balsámicos. Mi paseo ahora es antinatural, sonoro, sobrepasa lo culpable, en la calle vacía crujen las hojas que simbólicamente caen hoy, en pleno Abril. El ambiente astringente en el nosocomio incluye un suelo pegajoso, un sinfín de preguntas, quimeras, un desfile de ásperos pijamas, gestos inadvertidos y el profundo olor de hipoclorito. El escozor en las paroniquias asoma tras enjuagar reiteradamente la solución alcohólica en estas manos que reflejan mis finitas preocupaciones. El enfermo y su idiosincrasia, dolores y soledades, aviso a sus familiares. La pena emite sonidos escalofriantes, la empatía es silenciosa, mascullo “lo siento” con voz rota.

De disfraces plastificados para una simulación deplorable, parece que va esta semana, este mes, este trimestre. Espero que hoy sea el último de mis días así.

Desnudo el recuerdo de esos días, se vuelven hoy indistinguibles, cae la tinta del presente en el barreño del pasado, acuarelándose, confuso y mezclado, como leche en un café. Espero no se pierdan para siempre.

Caliento la comida, la vuelvo a mirar, ella, cansada me sonríe, me narra su día, calcado al mío, me calmaré hasta el nuevo amanecer. Refugio. Inicio.

Un relato, ¿desenfocado?

 

Julio Montes Santiago

 

Una batalla. Un soldado. Está enfermo. La fiebre destella en sus ojos. Le aconsejan refugiarse bajo la cubierta de la galera. Pero responde que aquello no es su deber y es mejor morir como buen soldado en servicio de Dios y del rey. Ante su insistencia, el capitán lo emplaza sobre el peligroso esquife. La batalla fue Lepanto, “la más alta ocasión que vieron los siglos”, y el soldado se llamaba Cervantes.

Otro combate. Un médico. Está enfermo. Desde hace meses lo postra un cáncer. La quimioterapia provoca intensa astenia, parestesias y pertinaz insomnio. Pero la COVID19 es “el desafío sanitario más formidable del siglo actual”, diezmando a pacientes y compañeros.

Un relato. Quizá desenfocado. Sobre una pandemia terrible que el médico no atendió. Envidió estar en pleno frente; curar, aliviar, consolar y resistir junto a sus camaradas. Únicamente se le permitió contemplar lejanamente tal refriega. Solo en su compromiso con una plataforma digital de ayuda encuentra, en ocasiones, fuerzas para levantarse. Y piensa nostálgicamente que, aunque malherido, al final el soldado obtuvo su gloria.

Pero, ¿por qué tal relato?. ¿No es mejor escuchar testimonios de los estrechamente involucrados? Claro. Pero cuando la COVID19 abre en canal nuestras entrañas, las heridas deben ser suturadas entre todos. Y el médico, hoy impotente en la brega inmediata pero ahora como paciente, puede aportar alguna esperanza firme para porvenires inciertos. Y proclamar que una fraternidad de cuidadores y atendidos construirá los pilares de un mundo más cordial y mejor.  

Anhelos

 

Lucía Ordieres Ortega

 

Resuenan, atronadores, los aplausos a través de la puerta. Un paciente más se ha recuperado.

Rey de mis cuatro paredes, añoro regresar algún día a la libertad del pasillo, ansío el aire fresco de una ventana abierta con la promesa del verano abrazada a las cortinas. El roce de una mano conocida y amiga, las pequeñas cosas que hacen que todo tenga significado.

Ahora, los segundos se miden con el pitido del ventilador que me mantiene adelante. Los minutos, pasos por el pasillo que se aproximan y se alejan durante el día. Las horas son botes de medicación, que percibo que van cambiando a través de una difusa neblina. Los días, cada vez más largos, son pequeños avances, pequeñas luchas en sí mismas.

Y la pregunta, siempre la pregunta: ¿serán esos aplausos algún día para mí?

Nuestra forma de vida

 

Beatriz Rodríguez Alonso

 

Y estalló la guerra. Una guerra incomprensible y aterradora; sin enemigo en frente, todos en el mismo bando. Amanecimos desnudos, desarmados y sin un plan de ataque. Marchando hacia la incertidumbre porque en la retaguardia solo había muerte. Entre ambas, la sombra del miedo proyectaba una sola certeza: no había nada que ganar porque ya estaba todo perdido.

Corrimos incansables, gritamos, luchamos… Establecimos un vínculo entre nosotros de connotaciones casi tribales. La empatía tejió una alianza tan muda como ensordecedora. Pero no podía protegernos de la ponzoña que todos portábamos sin saberlo.

Y empezamos a caer. Caían nuestros pacientes, pero también nuestros compañeros, nuestros amigos, nuestros familiares… Y mientras nuestro número menguaba, el miedo se multiplicaba. Pero cuando ya intuíamos el borde del abismo, surgieron ellos. En otros tiempos los habrían llamado “salvadores”, hoy no seremos tan bíblicos. Los llamaremos líderes; aquellos cuyas miradas refulgían como antorchas en una noche de tormenta. Nos guiaron a ciegas por un camino que ellos tampoco habían pisado antes. Y consiguieron lo que parecía imposible: hacernos creer que teníamos una posibilidad.

Fue ese día cuando, entre todos, conseguimos la aleación de la medalla de la victoria. Porque todo lo que cada uno logró aportar a la mezcla, era imprescindible.

Y como en todo momento de crisis, cada uno se aferró a lo que podía. Los religiosos rezaron, los políticos temblaron y los médicos apostamos hasta nuestro último aliento. Diagnosticamos, curamos y paliamos; consolamos, abrazamos, pernoctamos, lloramos… Caímos y nos levantamos. Y mientras Hipócrates se emocionaba y Galeno no cabía en sí de impaciencia, enaltecimos nuestra profesión en un acontecimiento sin precedentes. Esta vez sí, se grabó de forma incandescente en vuestros corazones lo que desde siempre estuvo tatuado en los nuestros: la Medicina no es una profesión más, es nuestra forma de vida.

Y a pesar del muro, la hiedra

 

Beatriz Rodríguez Alonso

 

Hoy he vuelto a verlo. Reacia. Desde el primer día lo intuyo en sus ojos. Soberbio, altivo, pagado de sí mismo. Barro mis sentimientos bajo la alfombra de la profesionalidad y entro. Continúa sentado en el sillón, leyendo. Al verme entrar se coloca la mascarilla y entona su impostado “buenos días” educadamente. 19 días (y para él seguramente 500 noches). Continúa con fiebre. Dos folios de pruebas avalan nuestro empeño, y mantienen a la deriva el bote que abanderan nuestros títulos. Un único dato, PCR +.

En nuestra conversación formal y correcta él sigue a la búsqueda del cómo y el cuándo mientras yo escucho de nuevo la letanía que me tiene pautada cada 24 horas. En el eco de mi propia voz las mismas palabras, vacías, ávidas de sinónimos tratando de enmascarar “lo de siempre”. 21 días aislado, diplomático, incólume. Nuevo debate del caso, se esboza la posibilidad de alta y seguimiento ambulatorio. Y, en ese momento, algo se quiebra y la verdad escapa de su boca a borbotones. Vive con su mujer, encamada, dependiente. La cuida desde hace más de diez años. En sus peores pesadillas, la contagia. Y, en su mantra particular, la inocencia del objeto no logra absolver de culpa y cargo al sujeto. No ha dejado un solo día de condenarse. Sus lágrimas caen sobre las baldosas como trozos de cristal de un encantamiento roto. Ahora sí, puedo verlo… caen una a una las piedras del rompeolas. Y a pesar del muro, la hiedra.

¡No todas son malas noticias!

 

Jorge Carriel

 

18 de marzo. El Rey se dirige a la nación por motivo de “una crisis nueva y distinta, sin precedentes, muy seria y grave, que pone en riesgo nuestra salud en cada rincón de España”. En el Hospital Clínico de Madrid llevamos 3 semanas atendiendo pacientes con COVID-19. A mis compañeros y a mí nos ha tocado vivir lo peor de la crisis: pacientes muriendo completamente solos, aislados, en ausencia de sus familiares, compañeros que han enfermado, la capacidad del hospital al límite, el temor de enfermar y contagiar a nuestros seres queridos. El virus es malo, muy malo.

19 de marzo. Estoy por dirigirme al hospital como todos los días, solo que esta vez, no sería un día cualquiera: mi esposa Ana, con 40 semanas de embarazo, ha empezado con las contracciones de parto. Esa mañana subimos 2 al coche, para 48 horas después volver 3. A las 20h15 de ese 19 de marzo nació nuestra hija Sofía. Para nosotros ha sido luz de esperanza en medio de la penumbra generada por el virus. ¡No todas son malas noticias!

Cinco meses después Sofía ha enfermado con el maldito virus. Cursa el día +4 con síntomas leves, y espero después de muchos años contarle la historia sobre cómo lo venció 2 veces: la primera con su regalo de esperanza, la segunda con su respuesta inmune.

¿Tenía que ser así?

 

Carlos Tornero

 

De día, uno más, mala noche, la cama dura, no hay forma de encontrar la posición, duele , apenas puedo moverme. No debí salir de mi casa,  de mi cama, cuánto hace?

He estado bien aquí;  pero no hoy, hoy no, hoy no me levantaría, no comería, no quiero que me sienten en esa silla, no quiero ir al patio, hoy no.  Pero hoy no va nadie. Todos se mueven,  más que nunca,  los veo pasar, gente extraña también, todos hablan,  susurran, algún grito, algún llanto pero al patio no va nadie.  Que está pasando?

Y ahora que ?,  me mueven, porque me llevan?,   esos cables ?;   por la calle,  me llevan,  me tapan la cara,  y porque me tapan la cara? todos las tienen tapadas, nadie  habla;  Todas las caras,  todas tapadas, mucha gente;  yo solo,  alguien ha dicho mi nombre pero no lo conozco,  y mis hijos?.

Tengo frio, me cuesta respirar por que me tapan la cara?, no me lo puedo quitar, estoy atado, suéltenme¡, nadie viene , estoy atado, no hay nadie,  y mis hijos?

Pasan las horas, sigo solo, alguien entra; algo dice, algo hace, no puedo verlo, apenas se acerca, no me toca, se va rápido,  ya se ha ido;  otra vez solo y pasan las horas, donde estoy?

De noche, la luz encendida pero nadie aquí,  atado, porque no vienen mis hijos?  Me ahogo con la cara tapada,  sigo solo,  sigo atado,  me agoto, creo que me estoy durmiendo.

¿Tenía que ser así?

 

Voces

 

Virginia González Hidalgo

 

– ¡Melissa, Melissa! ¡Despierta o llegarás tarde!

 Abrió los ojos y no vio a nadie. Se encontraba allí sola, como cada noche, en medio de aquella habitación oscura de paredes cada vez más estrechas. Miró el reloj, marcaba las tres de la madrugada. No lo podía creer, volvía a pasar. Aquellas voces que le atormentaban desde que todo empezó nuevamente la invadían. Se levantó y se dirigió a la ventana observando las calles solitarias, tristes y apagadas como venía sintiéndose los últimos meses. “Debes abandonar” “No vas a poder” “Son más fuertes que tú” repetían incansablemente.

 De pronto, mientras ante sus ojos ciegos amanecía, absorta en un punto fijo que había decidido atractivo, una voz diferente a las demás, con tono más dulce y pueril, le recordaba con un lenguaje alegre por qué estaba allí, en aquella habitación, en aquella ciudad y en aquellas circunstancias. Despertó, por fin se percató de  los rayos de sol que traspasaban el cristal, se secó los ojos y se arregló frente al espejo de la misma forma que aquella voz arregló su interior. Cogió su fonendo, su mascarilla y su mochila, en la que podía leerse  “follow your dreams”, y se dirigió al hospital como cada mañana, pero con una nueva fuerza motriz.

Al alcance de tu mano

 

Virginia González Hidalgo

 

Mientras caminaba, contando los cuadros que formaban las rayas de aquella acera, como cada día que salía del hospital, algo lo distrajo. Era una señora cuya forma de vida era la quiromancia.

– Guapo, ¿quieres que te lea la mano?

– No, gracias. Exclamó Aitor mientras eludía mirarla.

– Venga, que no te cobraré nada, sólo quiero leer tus manos.

 Aitor accedió, no sin recelo. Tendió su brazo hacia ella y en el mismo instante en que notó el roce de las manos de aquella mujer de vestimenta lóbrega, un escalofrío recorrió su cuerpo y una imagen invadió su mente: olor a vida perdida, el pitido de aquella bomba de infusión, su hermano envuelto en una sábana de morfina, un sentimiento de bloqueo e impotencia invencibles. Aitor era una persona reservada que nunca mostraba sus sentimientos.

 Una vez hubo desaparecido aquel fotograma, prosiguió su camino hacia casa. No entendía cómo  algo que sabía irreal lo había hecho sufrir y aprender tanto. Cómo había estado tan cerca y a la vez tan lejos de una misma persona. Comprendió que hay que vivir cada minuto, no guardarse las emociones y ver la belleza y la poesía que hay tras cada pequeño detalle. Miró hacia su derecha, donde se encontraba su hermano viendo la tele; sonrío, y lo hizo porque esa señora había conseguido que aquella gota de agua que él era, vagando por un cristal opaco, lograse ver el mar.

Imprescindibles

 

Bosco Brazal

 

La Luna se veía mucho más grande y resplandeciente de lo habitual. Invitaba a reflexionar sobre el valor que requeriría descubrir el espacio exterior. Un gran valor. En cada paseo espacial, los astronautas tendrían que embutirse en un traje y permanecer en él durante horas. Y no sólo eso. También tendrían que enfrentarse a incontables peligros, como la radiación cósmica, la pérdida de masa muscular o los errores humanos. En cuestión de segundos podrían acabar muertos. Y sin embargo, a ellos les debemos el poder descubrir por nosotros los confines del universo.

Después de contemplar brevemente nuestro satélite, me alejé de la ventana. Tras darme la vuelta me acerqué a la puerta de la habitación. Al lado, sobre una pequeña mesa, tenía preparado el equipo de protección individual. Bata. Guantes. Mascarilla. Gafas. Me coloqué de forma ordenada cada componente de aquel traje que ya me había acostumbrado a llevar durante horas. Respiré hondo. Ahora nos enfrentábamos a un nuevo peligro, extremadamente contagioso y que podía acabar con nosotros.

A pesar de todo, fuimos los primeros en ser reclamados. ¿Quizá porque somos los mejor preparados para enfrentarnos a la incertidumbre de lo desconocido?

Quizá porque somos valientes. Descubridores. Imprescindibles.

Internistas.

Respiraciones por minuto

 

Beatriz Rodríguez Alonso

 

Pensando que habíamos cerrado aquel capítulo de nuestra historia que oscilaba entre el temor y el terror cual reloj de péndulo caprichoso, cometimos un nuevo error y nos relajamos. Aun sabiendo que corríamos sobre un campo minado, la cuerda que contenía nuestro asedio, siguió deshilachándose hasta romperse. Han pasado apenas 40 días… Los cuarenta días que siempre computó la palabra cuarentena. Quizás hoy este número, ya pueda desbancar a cualquier otro del pódium de los malditos. Porque durante este período, desandamos lo avanzado y volvimos al punto de partida solo que, menguados en número, en fuerzas y en esperanza. Creí que no volvería a vivirlo, que con una vez sería suficiente… Pero ayer de nuevo, me descubrí a mí misma en la posición más recurrente de todas mis pesadillas. Al lado de una cama, dándole la mano a un condenado a muerte, mirando a unos ojos suplicantes apagarse en una pugna que ambos sabíamos ya decidida, entre la supervivencia y el agotamiento. Y, mientras la impotencia me oprimía el pecho hasta dejarme sin aliento y la balanza se inclinaba hacia el lado contrario levantándome los pies del suelo, seguí contando respiraciones por minuto hasta que ya no hubo nada que contar. Entonces, lo hice otra vez: incliné la cabeza hacia atrás y me llevé las manos a la cabeza, encarándome de nuevo con aquel espejo que reflejaría despiadado una vez más la grotesca figura de la derrota.

Soy internista y tengo covid

 

Anais Norma

 

Y despiertas por la mañana y te das cuenta que todo ha cambiado , acudiendo a tu hospital que se encuentra lastimado  como guerrero de batalla ,como caído de combate , y te das cuenta que las salas están llenas , pacientes por doquier, miradas de tristeza y sombras que se acercan ante una muerte silenciosa .

Como enemigo, fantasma cercano, así se presenta el COVID ,ahí va llegando ,  y se va aproximando con  esa estaca llamada enfermedad ,afectando a cual órgano pueda atacar, y yo ahí a lo lejos observando y sabiendo que me espera una guerra , pues esta pandemia llego sin aviso previo, y con el desconsuelo de destruir hogares, familias y una vida plena que se daba día a día con la sonrisa de un ciudadano o  el cantar de algún pequeño , con el abrazo fraterno de los abuelos.. todo eso se va perdiendo.

Mi corazón late a mil por hora, ahora todo es un nuevo reto, pacientes inestables y al ventilador que ahí los veo, a luchar por salvar una vida de nuevo, eso es lo que más quiero, y aunque las fuerzas poco a poco me están venciendo ,vienen a mi memoria dulces recuerdos de aquellos grandes guerreros ,padres de la medicina a quien yo respeto , del cual alguna vez dijeron :”La bata blanca es lo de menos, el amor por la salud y la vida es lo primero, debes dar la vida por ellos, por tus enfermos”.

Adiós en soledad

 

Antonio Robles Iniesta

 

– Dr. Olmo, ¿está bien?

– No es nada. Me ha entrado algo en el ojo.

– ¿Quiere café?

– Si, gracias.

Se derrumbó. Había visto morir a muchos enfermos, pero la tragedia que sufría media humanidad, minaba su resistencia agotada tras interminables jornadas con pacientes graves. Con ancianos ateridos de miedo y soledad, confinados en habitaciones en funciones de morgue. Con profesionales desbordados, amenazados con pagar cara la imprevisión de gobernantes fatuos. En el vestuario, al sudor y cansancio se añadía el dolor por pacientes aislados sin más compañía que trabajadores irreconocibles tras gafas empañadas y mascarillas.

No dormía. Llegó temprano pues su angustia era mayor. Había dejado desahuciado a Javier, 38 años. Su mejor residente. Brillante y entregado. Sus pulmones, tan corroídos, ya no resistían.

– Maestro, me muero.

-¡No digas eso, Javier!. – exclamó Olmo sin lograr impostar un tono indignado.

Nos quedan muchas batallas.

El joven, postrado y jadeante, esbozó una mueca. Olmo sabía mantener el tipo ante circunstancias adversas pero esta vez no resultaba convincente. Sabía que sería la última vez que veía a Javier.

En el pasillo, el calor y la vista nublada por las lágrimas casi le precipitan contra el suelo.

Ante el espejo miró fijamente a los ojos que tenía enfrente. Vio impotencia, rabia, desilusión y angustia. Pero vio algo más aterrador. Por primera vez en su larga trayectoria vio miedo. Miedo ante la amenaza de una muerte que podía estar muy cerca. La suya propia. 

-Dr. Olmo, ¿se encuentra bien?

Sin sentidos

 

Salvador Aguilar Alba

 

Nosotros habíamos dejado de oler por las mascarillas y nuestros pacientes por la enfermedad. La primavera dejó de ser el aroma de las flores y se convirtió en el aliento que respiraba la soledad por los hospitales. La convivencia había dejado de saborearse, porque el virus nos había arrebatado de degustar nuestras tradiciones y nos trajo anamnesis insípidas. Nuestra visión era una estampa borrosa que se empañaba continuamente tras las gafas del equipo de protección. La música de los hospitales ya no era el correteo de los trabajadores mezclado con las bromas y las quejas. En la partitura que había traído ese nuevo compositor chino había una penumbra silenciosa que era rota por el sonido del oxígeno saliendo a presión y entrando ávidamente en algunos cuerpos que ya tendían hacia la depresión. Ya no escuchábamos igual, y ese aturdimiento no se despertaba ni con los aplausos de las tardes. Las caricias se fueron de viaje a pesar del estado de alarma y nadie se alarmó cuando los enfermos no pudieron agarrarnos la mano, quizás porque ya no estábamos tan cerca. Habíamos perdido el tacto por los guantes y el contacto por el virus.

Empezamos a vivir una situación sin sentido, por haber sido despojados de todos nuestros sentidos, aquellos que nos habían llevado a convertirnos en médicos. Y a pesar de escribir en pasado siento acabar con un final descafeinado, debido a que esta situación aún no ha terminado, aunque nos hayan desconfinado.

No se puede encerrar el aire

 

Luis Fernando Viejo Llorente

 

No eran pocos los años augurando la OMS tímidamente una pandemia respiratoria. Al menos los clínicos mayores, reiterada y periódicamente, habíamos sido testigos claros en congresos médicos. Se esperaba una mutación mayor de la gripe, pero estalló el nuevo coronavirus bautizado como Covid-19.

No me pilló de sorpresa. Según empezaba a explotar en China y más cuando salieron de allí los primeros casos imaginé que esto podría ocurrir, pese a la negación que, inicial e incomprensiblemente, hicieron nuestros dirigentes instalados en esa especie de buenismo infantil y absurdo: si cierro los ojos no veo lo que tengo delante.

 Pero es difícil encerrar el aire. Y la verdad y la esencia, demasiadas veces vaporosas, afloran por las rendijas siempre…

Y estalló taimada y cruelmente en todos y cada uno de nuestros rincones. Y declararon el estado de alarma los poco antes “negacionistas”. Y nuestras calles y plazas enmudecieron desiertas… Y nuestros niños aullaron en sus hogares como lobos hambrientos de aire, juegos y calle.

Pero entonces tocaba estar encerrados en casa mientras los enfermos sufrían sus fiebres, toses, asfixias y temores. Y muchos de ellos, al menos demasiados al unísono, desbordaron nuestros centros ya habitualmente abarrotados.

 Y desprotegidos por la imprevisión, junto a ellos y como ellos, enfermamos no pocos de nosotros mientras intentábamos su cura.

Algunos se quedaron… Sus alientos se apagaron en soledad y silencio…

Con los aplausos de las ocho.

Su memoria redoblará, acompasada pero tristemente, en lo más profundo de cada uno con un inmenso: ¡hasta siempre!

 

Ventanas al cielo

 

Roberto Hurtado García

 

He despertado esta mañana, en la mesita hay un poso de una taza de un desayuno. La luz penetra por la ventana. Alzo la vista y observo cómo las motas de polvo se deslizan zigzagueantes con el reflejo solar: tengo miedo.

Dirijo mi mirada a un techo, demasiado olvidado por todos, salvo por los que estamos encamados.

Me vienen recuerdos de Luisa —mi esposa— recordándome que tengo que cuidarme.  De Ángel —mi compañero de infecciosas— maldiciendo por mi tozudez ante sus consejos. De repente me inquieta una imagen inesperada en mi memoria: Ángel balbuceando improperios, con lágrimas en los ojos, despidiéndose de mí. Unas puertas metálicas con una claraboya en lo alto, cerrándose a mis pies, parecidas a los de aquel crucero que hicimos en agosto. Frio y un terrible silencio. El aire está sucio. Tengo miedo.

—Puedo respirar, no estoy peor que otros. Esto no es necesario. Deberías meter al paciente de sesenta años con el distrés. 

—Sabes que tú estás peor—. No reconozco esa cara, todo son sombras, quizá es la residente de intensivos, —que cree conocerme tanto— ella también tiene miedo: le rodea cual sombra envolvente, nos confunde a todos, nos paraliza ante la tormenta perfecta que se ha generado. Corren, jadean.

Sé que respiro. Todo irá bien: inhalo el aire —ahora es limpio—, Ángel no llora, Luisa me espera, el miedo se marcha.

Todo es cálido: por la ventana veo el cielo azul que me aguarda, se acabó el miedo.

Gracias lelo

 

Mayka Freire

 

Tenía 11 años cuando lo decidí. Quería ser médico como mi abuelo.

En su consulta él no solo era el médico del pueblo, era cirujano, psicólogo, confesor… Querido a rabiar por todos. La Guerra Civil española le obligó a concluir su formación en un hospital de campaña y aquel horror vivido conformó una gran mochila de empatía que lo acompañó toda su vida.

Mi historia fue bien distinta. Infancia feliz, juventud en una ochentera España cordial, moderna, europea, democrática. En mi vida adulta trabajé muy duro hasta conseguir no solo ser médico sino internista, el médico por antonomasia, ocupado de dar atención global a cuerpo y alma. Tras años de ejercicio seguía dispuesta a aprender dentro de una ignorancia controlada. Todo controlado.

Hasta que dejó de estarlo. En mi plan se cruzó una pandemia.

Recuerdo el silencio en la autopista desierta. Iba con miedo. A salir de casa. A las lágrimas de soledad de mis enfermos. A no saber como curarlos. Al llanto de las familias desgarradas en la distancia. A contagiarme. A volver a casa y llevar a los míos la enfermedad.

Mi abuelo me ayudó desde allá donde ahora me cuida. Él mejor que nadie para entenderlo. Y para enseñarme lo valioso de olvidar el miedo y dar aliento, mirar a los ojos, coger una mano. De extraer lo poco de la evidencia y junto con lo mejor de la experiencia ofrecer cuidados improvisados pero honestos. De ser útil en tiempos de guerra.

Juntos somos más fuertes

 

Jorge Gutiérrez Dubois

 

Y llegó el día para el que todos los años de estudio, de preparación, de ejercicio de la medicina no te han prevenido. Un enemigo minúsculo e invisible le ha declarado la guerra a la humanidad y, de la noche a la mañana, te encuentras en medio de la refriega, tan perdido y asustado como un soldado en su primer día de combate. Quizás las balas no silben a tu alrededor, ni exploten las granadas y la metralla desgarre los cuerpos,  pero los muertos se acumulan igualmente; Julio, el carnicero del barrio donde creciste,  Fermín, el abogado a punto de jubilarse, María, la alegre cajera de supermercado y, como no, camaradas que, al igual que tú, se han convertido en héroes y víctimas involuntarias.

Pero, por suerte, no estás solo. Las viejas rencillas entre compañeros y especialistas han quedado atrás, olvidadas como trastos inútiles. Ya no hay internistas, neumólogos, neurólogos o cardiólogos. Todos somos covidrólogos. Luchamos, reímos, y lloramos juntos como nunca antes. Compartimos nuestras experiencias, nuestros éxitos y nuestros fracasos con el resto de compañeros a lo largo del orbe para lograr una ansiada victoria que sabemos que llegará tarde o temprano. Y cuando la alcancemos, cuando los hospitales estén libres de pacientes infectados, el COVID 19 sea una más de las plagas vencidas y recobremos nuestra antigua vida, esperemos haber aprendido la lección para la próxima batalla: juntos somos más fuertes.

Silencio

 

Antonio Segado Soriano

 

Mañana de mayo, soleada, triste, despejada, abrumados por el dolor. Todos juntos, agrupados, reunidos en torno a una pancarta donde con sencillez se había escrito: “Alberto, tu eres el Marañón”. Mientras recorría aquel pasillo, las viejas escaleras, las paredes grisáceas, recordaba cuando era residente, veinticinco años atrás. En aquel entonces no había móviles, el busca sonaba como un pitido constante en medio de la noche, los informes en papel, la analítica se marcaba con cruces, las radiografías se veían en la pantalla, a veces los más expertos al trasluz. En aquel entonces había maestros, venerados, queridos, apreciados, por su sabiduría, su templanza, su buen hacer. Uno de ellos destacado, Alberto. Nefrólogo adjunto con su zancada peculiar, su media sonrisa, su tono de voz pausado, escuchaba al paciente antes de escribir nada, no como ahora que comienzan casi todos a escribir sin mirar al paciente a los ojos. Incansable, cuando roté con Alberto siempre había un paciente interesante, algo nuevo que aprender: la nefrona como funciona, los túbulos, el intercambio sodio-potasio, el calcio, la importancia del plomo. Pero sobre todo aprendí tres vertientes que me han acompañado en mi devenir de internista: Escuchar y mirar a los enfermos a los ojos, mantener la calma, ser humilde. Todo ello lo aprendí de Alberto. Humanidad, humildad y humor, todo ello se fundía en Alberto. Todos cercanos, enfermeras, celadores, limpiadoras, residentes, personal administrativo, enfermos, familiares, médicos de todas las especialidades, todos reunidos en torno a aquel cartel, esencia de aquellos pasillos, de aquellas viejas escaleras, de las paredes grisáceas, de días difíciles y otros alegres, encarnando, honrando a Alberto, esencia del Marañón. Mañana de mayo, miércoles, soleada, silencio y aplauso. Muchas gracias Alberto médico fallecido por coronavirus en mayo del 2020. Silencio.

José Luis

 

Antonio Segado Soriano

 

“Las puertas se abrieron, las voces callaron, y miles de tábanos llenaron el aire de miedo, de angustia, de muerte. Cuando esta llega, ya nada queda, solo el recuerdo”

Laura la enfermera rompió a llorar. El paciente José Luis de 78 años, con antecedentes médicos de diabetes, miocardiopatía dilatada moderada, hipertenso, se había parado en la unidad de pre-hospitalización uno (UPH 1). Corriendo lo llevaron al cuarto de shock. Jimena la residente  que estaba conmigo aquella mañana, junto con sus compañeros de ambulantes iniciaron maniobras de resucitación, pero en breves minutos habían bajado los miembros de la UCI para decir que parasen. No había camas y creían que no iba a sobrevivir sí conseguíamos reanimarlo. Mientras yo estaba encargado de esa área y de otra más de la Urgencia. No escuché el busca porque en ese instante estaba vestido en esa otra área con gorro, pantalla, mascarilla, EPI, calzas, viendo a otro paciente que estaba en insuficiencia respiratoria grave, situándolo en pronación, pautando corticoides a dosis altas. Cuando regresé supe de lo ocurrido yendo de inmediato al cuarto de shock. Contemplé con tristeza el cuerpo inánime de José Luis, Jimena a su lado también estaba al borde del llanto. Regresé hacia la UPH 1 y me topé con Laura la enfermera. Entre lágrimas me narró que el paciente había desayunado bien, saturaba correctamente y se había levantado al servicio. Cuando regresó se desplomó. Laura lloraba, Jimena sollozaba, a mí me invadía la angustia. Pensé en su familia. Las normas impedían que viniesen a verlo. Se les debía informar por teléfono. Medité. Fui a la sala de información. Mariluz, antigua auxiliar ahora en el Servicio de información a familiares me dijo: están en la sala de espera. Acababan de llegar porque se les ha avisado y viven cerca del hospital. Me preguntó ¿que hacemos?. Conteste: “ Les proporcionamos a su esposa y a su hijo un traje EPI y que pasen a verlo, que no lo toquen, pero al menos que se puedan despedir de él”. Mariluz me dijo que era una buena persona. Jimena y Laura se enteraron. Me dijeron que habían aprendido mucho de mí, de mi humanidad. Le di las gracias a Laura y a Jimena. Seguimos toda la mañana trabajando valorando y tratando a los pacientes que se acumulaban por coronavirus en todas las salas de urgencias. Lloré por dentro.

Llegué a casa.  Cristina, mi pareja, amor de mi vida, se había quedado con los niños, sin colegio en pleno estado de alarma. Entré al salón donde se encontraban almorzando. Sonriendo todos me miraron. Sólo dije: “Estoy agotado”. Todos se rieron, habían apostado que diría “estoy cansadísimo”. Su risa me devolvió a la realidad, porque además todos, amorosos, tras haberme quitado los zapatos y duchado, me sirvieron la comida, me mandaron besos a distancia, me contaron atropelladamente que deberes habían hecho. Cristina me miraba, preocupada, admirada, dulce. No quise contarle lo ocurrido. Durante la mayoría de los días de aquella pandemia callaba, procuraba mirar pocas noticias. Intentaba descansar para al día siguiente seguir con fuerzas.

Cristina me miraba, dulce, sonriente, transmitiéndome paz y calma.

Pensé en la familia de José Luis y me sentí aliviado.

 Humanidad. Calma. Recé.

Es noche de viernes

 

Ariadna Brasé Arnau

 

Es noche de viernes y te tomas una copa, dos copas, hasta media botella. Enciendes un cigarrillo y otro, no te das cuenta y para medianoche se han terminado. Te sientes flotar, con la boca seca, te duele la garganta. Será que lo tengo te preguntas, pero solo es el cansancio, solo es el tabaco. La anestesia difumina la angustia, la ansiedad y el vacío, el miedo, la soledad. Abres el cajón y ahí están, tan blanquitas, tan redonditas. Has aprendido a dejar una botella de agua al lado de la cama para no tener que levantarte de madrugada, cuando despiertas desorientada, cuando las sombras de los fantasmas se reflejan en la ventana y el gato se escabulle de entre tus piernas. Todas las mañanas a las seis, la habitación se vuelve fría pese a las mantas y abandonas la cama como te abandona la vida cada mañana, intentando mantenerte ocupada hasta el momento en que tengas que salir por esa puerta y caminar por una calle sin risas, sin cafés, sin paraguas, sin ganas. Camina mirando al suelo, con las manos en los bolsillos, no toques nada. Identifícate, desnúdate, vístete, cúbrete, desinféctate, confúndete entre el resto, deja atrás quien eres, haz tu trabajo, haz bien tu trabajo. Desnúdate, lávate, vístete de nuevo, vuelve a casa mirando al suelo, con las manos en los bolsillos, no toques nada, desinféctate. Y cuando llegues no abraces, no beses, no sientas, no ames. Fuma, bebe, duerme, no pienses.

Visiones

 

José Nicolás Alcalá Pedrajas

 

He intentado narrar como me fue durante esta crisis. Si hago memoria y prefiero contestar, no lo haré como un relato de palabras ordenadas, si no a modo de relámpagos o destellos en la oscuridad.

Vi a un ogro coronado que vino de un país lejano de más allá de dónde sale el sol, que entró a saco y con violencia sin llamar a las puertas de un reino.

Observé como un desaliñado grumete que estaba agarrado a un timón de rueda de un navío desarbolado, en medio de una tempestad con una ola gigantesca, sin rumbo ni puerto conocido. 

Oía números y más números que no tenían cara ni nombre que parecían estacas de una empalizada, primero crecieron en estatura, luego bailaron, jugaron al escondite y por último volvieron a crecer sin solución.

Miraba a cansados, insomnes y anónimos héroes embozados como bandidos, angustiados por lo que pudiera pasar, también miré a patéticos villanos muy engolados, sin máscara ni antifaz, que no paraban de hablar con palabras insustanciales, con mensajes manipulados, pura palabrería de conjuros cabalísticos.

Aparecieron taumaturgos, charlatanes y embaucadores llenos de aposturas y vilezas con remedios y soluciones que prometían hacer milagros y maravillas.

Contemplé paisajes plenos de naturaleza ajenos a la humanidad, en los que la vida seguía su curso y la Tierra permanecía. Contemplé imágenes con muchas calles solitarias a las que se le paró la clepsidra del tiempo.

Pensé en los sueños de las vidas que se rompieron en un momento, tuve pena por los que se fueron sin haber visto el futuro y se quedaron sin voz. Tenía la sensación de estar viviendo sin vida y de estar muriendo sin muerte en un tiempo de presente siempre igual, era como estar a un paso del infierno. Fue una mezcla perfecta para la desolación.

Ahora me queda una mala sensación de que podía haber hecho más y no lo hice o supe hacer.

Consuelo

 

Roberto Hurtado García

 

En aquella sala de medicina interna el tiempo transcurría a una cuarta parte de los segundos que discurren fuera de un hospital. En el recinto de espera permanecían instalados dos familiares, separados exactamente por una imaginaria distancia de seguridad, cubiertos con mascarillas que no ocultaban un gesto de preocupación desesperada, acuciada por una confianza intensa y resignada.

Cuando salí a informarles de que su familiar había fallecido estaban devorando un bocadillo infinito. Me preguntaba como podían estar introduciendo algo en una boca que yo tendría reseca.

– ¿Son ustedes los familiares del paciente?

Aquel hombre enmascarado se levantó dándome a entender que sería el portavoz del dúo señalándose con el dedo índice derecho.

Estuve media hora evitando la palabra muerte: un virus desconocido, un tratamiento desesperado, una calma que iba perdiéndose según detallaba más el desenlace. Todo ello midiendo como se iba dilapidando su tranquilidad, mientras yo iba aturdiendo mi esperanza de toda resolución favorable.

A falta de más argumentos que mostrar, me perdí en pensamientos evasivos que me hicieran poder solventar aquel brete y quise volar con unas alas invisibles, arrebatarles aquel bocadillo desproporcionado y salir a escape de aquella estancia.

Sin embargo, mis ojos se despertaron de aquel ideal inconexo y allí estaba frente a ellos, intentando hacerles percibir lo incomprensible. Me sonrieron y comenzaron a llorar desconsoladamente, el bocadillo cayó al suelo desparramándose. Entonces deduje que a la muerte no la entiende nadie y es más fácil soportarla sin pensar en ella, que sobrellevarla en el pensamiento.

Convaleciente

 

Roberto Hurtado García

 

Del gotero manaba aquel fármaco: caía, gota a gota, como el aceite de oliva cuando fluye lentamente por la sartén al vaciarla en un fregadero. La sonda molestaba, un desagradable cosquilleo apretaba mi uretra, orinar se asemejaba demasiado a atravesar un campo de cuchillos. Una desagradable carrera para vaciar mis esfínteres, una huida desconsolada hacia un nuevo padecimiento.

Allí estaba, esperando junto aquella lúcida bóveda, apresado en esa sala alargada. Una tenue y melancólica luz acompañaba la mañana triste de aquel marzo que cambió mi vida para siempre. Un pequeño gel colutorio, envuelto en un terco plástico envoltorio al cual mis débiles manos no sabían vencer. Probablemente la única nota discordante en la mesita de enfermo, convaleciente de un virus y de una vida que había pasado tan rápido mientras las gotas de aquel medicamento parecían un triste campaneo, un segundero perdido en las fauces de la oscuridad, que contaba el tiempo que me quedaba hasta el fin de mis días. Contemplé mis brazos, ataviados de nuevas extensiones, vías periféricas, que parecían raíces que se expandían a través de mis extremidades, pero que daban algo más que un desconocido fluido y aportaban parte de ese tiempo que malgasté antes de todo aquello.

Dentro de aquella savia venía mi nuevo yo, la delicia de la incertidumbre, la oportunidad de un nuevo amanecer. Si el tiempo hizo una tregua en mi vida fue en aquel momento, engañando temporalmente a la siniestra parca que se me acercó una tarde de marzo.

Despertar

 

Roberto Hurtado García

 

La respiración era regular, su palidez se mantenía uniforme en todo momento, sudando y emanando aquel olor que recordaba a medicamento. Un cuerpo inválido, improductivo, los ojos inmóviles, cerrados al cal y canto. Todo se contagiaba de aquel silencio, vencido el sentido de las cosas, en aquella habitación, en esa cama de hospital. Las ventanas, a medio cerrar, crearon la sensación de tardanza en la escena, el calor sofocante hacía que el aire acondicionado solo fuera un convidado de piedra de aquella extraña primavera. La estación fue desterrada de su tiempo, convulsa, baldía, estéril, como todo lo que parecía salir de aquella cámara. Quizá por eso todos los que le atendíamos nos sentíamos un poco así, quizá por ello me ablandé cada mañana al visitarlo. Por ese motivo, todas las tardes, al salir del hospital, se me escapaban las lágrimas al llegar a casa y ver, en la puerta, a mi mujer y mis hijos esperándome. Ellos no parecía que entendieran bien las cosas, sin embargo, la sensación que tuve era que lo tenían todo mucho más claro que yo.

A la mañana siguiente el paciente abrió los ojos, yo estaba frente a él revisando aquel medicamento que caía de su gotero. No me moví, no dije nada. Los dos estuvimos un buen rato quietos, sin movimientos, dejando que aquel momento nos embriagara hasta perturbar, de algún modo, nuestro raciocinio: él, por despertar de un letargo demasiado cruel, yo por recordar mis miedos huidizos, como aquella extraña primavera.

Anatomía de un virus

 

Elena María Saiz Lou

 

La C es de cansancio, del agotamiento que arrastramos desde hace semanas, haciendo más horas y más guardias para cubrir a los que están de baja y para paliar la falta de manos. La O es del órdago que nos ha echado esta situación, y es de optimismo, de sonreírnos bajo la mascarilla y ver que cada día hay más médicos de otras especialidades que vienen a arrimar el hombro ayudando con lo que puedan. La V de valor, el de nuestros pacientes enfrentando cada día sin más compañía que la nuestra, y el de mis compañeros por seguir trabajando sin descanso. La I de incertidumbre, tanto la mía como la de las familias que no pueden estar ahí, y a las que acompañamos al teléfono, intentando explicar lo que no sabemos y poner en palabras lo que desconocen. Y la D no es de derrota, no es de dolor, ni siquiera es de desánimo. La D es de desear cada mañana al entrar por la planta que María haya dejado de tener fiebre, que Augusto haya tolerado el prono, que Rubén pueda irse a casa. Las cinco letras de la maldita enfermedad (las mismas que tiene la palabra miedo) me recuerdan cada día por qué me levanto de la cama, por qué aguanto las lágrimas cuando no puedo hacer más. Y el 19 se queda corto para contar los abrazos que daré a los míos cuando pueda volver a verlos.

Aterrizaje forzado

 

Fátima Boumhir Lendínez

 

Buenos Aires, Sábado 14 de Marzo, un email a las 5 am: “España declara el Estado de Alerta”.

Dos países, tres fronteras y cruzando el Río de la Plata sonó Gardel, recordándome que el viajero que huye tarde o temprano detiene su andar, y es momento de ¡Volver!.

Un aterrizaje forzado por la responsabilidad y el deber jurado hacía años a Asclepio, Higía y Panacea.

Cerré mis ojos y amanecí en mitad de la tempestad de dolor.

Colgado del cuello mi viejo amigo y en el bolsillo escondido el coraje, regresé al lugar donde los hombres lidian su lucha, la esperanza no se pierde y la humanidad florece. 

Pasillos donde imperaba un monstruoso silencio y cuatro paredes donde el dolor siempre tenía el as guardado debajo de la manga pero en esta partida la soledad jugaba con escalera de color.

Me perdía entre las constelaciones de despedidas y abrazos perdidos.

En la boca el sabor a vencido me acompañaba mientras avistaba el vuelo de cuervos que enturbiaban el crepúsculo.

Y cada día al alba pedía fuerzas para mis compañeros y me preguntaba cuando mi patria volvería a ser la tierra soñada, ¿de esta batalla saldrá la moral más acendrada? 

María y Ourense también existen

 

María Bustillo Casado

 

Madrileña, 49 años, probable Covid19 desde el 11 de marzo, no ingresada, los últimos síntomas desaparecieron a mediados de agosto. Actualmente con dura rehabilitación física tras el largo período de inactividad y reposo permanente.

Dos meses muy sintomática y con empeoramiento al mínimo movimiento. Acudes a urgencias… Todo en rango normal, PCR negativa, ¡y te diagnostican de posible Covid19 leve!

Me sentía enferma, incomprendida, desamparada, sin tratamiento y, hasta en ocasiones llegué a pensar que podía ser algo psicosomático. Locura. De repente, ¡un milagro!, la doctora B (María) y… ¿por qué no? Ourense. Nuestros caminos se cruzan por un grupo de WhatsApp con su marido y compañeros de bachillerato. Hablé con María, ¡qué escalofríos recordar mi primera conversación! Me entendió, se hizo cargo de mí a 500 km. “telefónicamente”. Cada minuto la sentía y siento, a mi lado. Mi “ángel de salvación”.

Cosas de la vida, también llamó mi amigo médico, J.J. Urquía. Le conté mi situación.

Desde ese día los tres luchamos contra “mi coronavirus”. María me estabilizó. Fueron desapareciendo inflamaciones y los síntomas muy lentamente. Juanjo, con su apoyo y comprensión, me animaba y fortalecía en la rehabilitación.

¡Cómo me vine arriba hablando con esta pareja! Muy enferma, me transmitían energía, confianza y fe en cada segundo.

Cuando empecé a pasear, María me escribió “gracias por confiar en mí”. Lloré muchísimo leyéndolo. En realidad, yo le debería haber escrito:

 “Gracias María, por cuidarme, escucharme, comprenderme y curarme en la distancia”. Ella también lloró.

El secreto de sus ojos

 

Lucía Barrera López

 

Mientras el olor a café difunde sibilino por la estancia, perfilo absorta la fotografía. Por mucho tiempo que pase, esa instantánea es como un viaje en el tiempo cómplice y constante.

***

Juana había llegado en una tarde lluviosa de abril, donde los segundos se deslizaban por el colador del tiempo a la velocidad de la luz. El giro copernicano en la vida era una realidad tangible propia de una intrincada novela dramática. Ella estaba esperándonos algo intranquila. Intercambiamos unas preguntas sencillas, abandonamos la estancia y dejamos el sendero de personas sin rostro ni cercanía aparentes, enfundadas en un mar de plástico.

Más tarde, un nuevo aviso en mitad de la vorágine nos llevó nuevamente a ella. El compromiso respiratorio marcaba el compás de su realidad. Entonces me tomó el antebrazo. Con la mirada vidriosa y escrutando cada facción, declamó: “tienes los ojos azules, como los de mi nieto Mario. Como el mar que veo cada día, recordándome que estoy viva… Por favor, no dejes que me vaya sola”.

Hubo que seguir jugando contra las adversidades, pero la foto de Juana al alta con el personal de la quinta planta atestigua fielmente la realidad incansable del trabajo en equipo.

***

La calma en medio del café es rota por una nueva llamada en esta noche de guardia. Entonces pienso en tantas historias como la de Juana, su soledad, los mares, sus familias o la circunstancia sanitaria… siempre eternos en las ráfagas de la existencia.

Doctor Shijo

 

Silvana Fiorante

 

Una partícula magnánima cubre la tierra en toda su extensión; riega imparcialmente la vasta superficie del planeta e invita a transformar, renacer y morir a la humanidad entera.

En el hospital Shijo recibe un llamado de su mentor: “Debe tener una férrea determinación. No se apegue a su feudo… No dependa de los demás ni albergue inquietudes. Simplemente decídase. Observe lo que ha ocurrido este año en el mundo, como si fuera un espejo. Usted ha sobrevivido hasta hoy, siendo que tantos han perdido la vida, para poder hoy enfrentar este asunto”.1,2

 Shijo escribe su lista de trabajo: “coraje”, “corazón”, “constancia”, “compartir”, “conocimiento”, “creación”, “valentía”, “amor compasivo”, “estudio”, “transformar el veneno en medicina”, “el invierno siempre se convierte en primavera”, “resistencia”, “la queja borra el beneficio”…

A través de las gafas empañadas observa la desesperación, la tristeza, la impotencia, el miedo que también corren por sus venas…

Él y sus camaradas están exhaustos, pero se levantan y establecen la simbiosis perfecta entre determinación y la acción para dignificar la vida y sus cuatro sufrimientos… El nacimiento, la vejez, la enfermedad y la muerte. Gozan lo que tienen que gozar, sufren lo que tienen que sufrir; aceptan el sufrimiento y la alegría como parte de la vida…

Shijo alimenta su Fe y sigue avanzando. Su voz trasmite la enseñanza…”La vida es, de todos los tesoros, el más preciado”. Grita desde sus entrañas: ¡es mi juramento y jamás lo abandonaré! Es el año del avance y los valores humanos.

Referencias

  1. Los escritos de Nichiren Daishonin. (END), Tokio, 2008. Pág. 997
  2. Ampliando la vida. En: Civilización Global Nº 92. Diciembre 2012. Madrid.
Carta del pasado

 

Alejandro J. Cintas Martínez

 

Es obvio que habrá un cambio de paradigma después de todo, o por lo menos espero que sea así. Imagínate, vas a vivir una situación en la que el planeta va a poder respirar mientras nosotros nos ahogamos, literalmente. Así de macabro suena. Cuando vayas a trabajar asegúrate de llevar reloj, que incluso roto da bien la hora hasta dos veces al día. Ve pensando qué vas a hacer en tu pelo, y no me refiero a la ciudad natal de Elvis. Ah, y te van a aplaudir, todos los días. Bueno, a ti y al resto de personal sanitario. Te preguntarás por qué ahora, si es lo que lleváis haciendo durante años. Serás considerado un “héroe” a ojos de la mayor parte de la población, pero algunos te lo gritarán desde lejos, por si acaso. Que la escasez de recursos no te prive de asegurarles un final de vida digno, pero no te frustres porque más de un paciente morirá solo, en el más amplio sentido de la palabra. Por cierto, no sé si te lo he dicho: no te alarmes, pero de alguna manera vas a arriesgar tu vida y la de tu familia… Si tienes dudas sobre la expresión “carne de cañón” léete el código deontológico.

P.D.: cuando pasen casi dos meses os dejarán salir, pero mientras tanto sube a la azotea algún día a contemplar que la vida sigue; si no va a ser un infierno.

¡“Feliz” 2020!

Alejandro, 31 de diciembre de 2019

Cuando el pozo se seca

 

María de los Ángeles Galindo Andúgar

 

Hace años vi en televisión un cuento llamado “El soldado y la muerte”, donde el protagonista introduce a la Parca en un saco para salvar a su rey. Sin embargo, esto provoca que mucha gente anciana y enferma que esperaba fallecer como algo natural y liberador no pueda hacerlo, por lo que finalmente deja marchar a la Muerte. A veces en Medicina Interna sentía que estábamos provocando algo parecido, como por ejemplo con aquellos demenciados cuyo cuerpo estaba en ruinas y su mente perdida mucho tiempo atrás pero a los que seguíamos tratando en un ingreso tras otro.

Y de pronto vino el coronavirus a recordarnos nuestra debilidad y romper todos nuestros esquemas, y a pesar de nuestros esfuerzos perdimos multitud de pacientes y vimos caer a compañeros. Afrontando ese sufrimiento para salvar a todos los que pudiéramos, y esperando que no se repitiera.

Y meses después la pesadilla se repite, pero ahora hemos pasado de ser héroes a carne de cañón, vapuleados por aquellos que juramos proteger. Me resulta muy difícil encontrar dentro de mí la vocación o el ánimo (¡cómo odio esa palabra!, casi tanto como “resistiré”) para continuar, el pozo se ha secado.

Como decían en  la serie “Vikingos”, no me arrepiento de haber estudiado Medicina, pero lo lamento profundamente. Si todo lo que hemos sufrido no sirve para que algo cambie, entonces no tendremos lo que nos merecemos (nadie merece ser tratado así), pero sí lo que nos hemos buscado.

Veni.vidi.vici

 

M. Belén Alonso Ortiz

 

Estaba encerrada en un cuerpo casi inmóvil. Apenas movilizaba el tórax y mantener los ojos abiertos dentro de aquella extraña máscara le resultaba una tarea casi imposible. Sin embargo, María Marrero no desistía en su empeño de “agarrarse a la vida” y con su parpadear había llegado a un nivel de entendimiento casi perfecto con Lucía, su fisioterapeuta. Ambas se habían marcado el reto de salir “reforzadas” de aquel “procés”.  María venía de un confinamiento “terrible”.  Según pudimos leer en las notas de la trabajadora social “la paciente no salía de casa hace años y la única visita que recibía en su domicilio era la de una señora que le hacía de comer y le acompañaba unas horas”. Por difícil que pareciera y aunque su situación clínica era extremadamente delicada, aquel confinamiento en la planta 4BD era lo mejor que le había pasado en mucho tiempo. El personal siempre había sido muy amable y cariñoso con ella y aunque las visitas fueran menos frecuentes que en una planta de hospitalización convencional, María nunca se sintió sola.  Su esfuerzo y empeño dieron los resultados esperados. Después de 3 semanas ya podía decir una frase completa sin asfixiarse. Aunque lo mejor estaba por venir. Hoy – 23 de septiembre de 2020 – sus médicos le han concedido el alta y cuando salía de la planta acompañada por el celador levantó su brazo derecho y con un ademán enérgico de victoria exclamó: “Me llamo María Marrero y he superao el COVID”

Residencia La Milagrosa

 

Manuel Ollero Baturone

 

Cuando entré en aquella sala comprendí que se cerraba un ciclo. Una de las hermanas había empeorado. Subí acompañado de Sor Magdalena, enfermera ya jubilada. Atravesé aquel gran salón en donde habían agrupado a las pacientes que necesitaban más cuidados. “Es nuestra Unidad de Cuidados Intensivos”, me dijo orgullosa. Las camas rodeaban una escultura de la Virgen Hilandera a tamaño natural. La imagen procedía del Hospital de las Cinco Llagas, el viejo edificio renacentista, hoy Parlamento Andaluz, en el que aquellas hermanas de la Caridad habían dado lo mejor de sí mismas. “Esta sala me recuerda al Hospital Central”, dijo Sor Ana, mientras intentaba dirigirse a la retrasmisión del rosario. El salón era llamativamente luminoso. Grandes ventanales daban paso a un patio repleto de flores y a una sala de televisión.

Me dirigí hacia la esquina, junto a la escultura. Sor Rosario, después de casi un siglo de batallas, había dejado de respirar. La despedida había sido serena, rodeada de sus hermanas. Gafas, mascarilla, gorro, guantes y bata impermeable se hicieron invisibles. Aquella luz me transportó a los pasillos de aquel viejo Hospital en el que un internista apretaba su cabeza contra el costado de una paciente. Era la medicina de quienes iban armados con sus tres viejas preguntas socráticas y aprendían conectando mientras tocaban, palpaban o percutían. Durante décadas los internistas, arropados por el prestigio y protección del Hospital, habíamos llevado a los pacientes a nuestro templo. Hoy formábamos parte de un nuevo reto y estaba orgulloso de encontrarme allí.

Causa inmediata

 

José A Crespo Matas

 

He visto la asistolia en la homogeneidad ajedrezada del papel del electro. El trazo de la muerte sin titubear su firmeza, contrasta con las sacudidas de miedo de mis manos al sujetarlo. A la auscultación noto el eco de mi propio latido como una reverberación tan vital como irónica. Se me enreda el EPI con los palos de suero, tropiezo, me siento un astronauta intentado esculpir la gravedad. Solo veo lo que los cristales deslustrados por la condensación de mi espiración me dejan. Me amoldo la mascarilla al tabique, cerrando las fenestraciones que hay con mi piel y compruebo de nuevo mi campo de visión. Me quito toda la protección como un ritual acompasado a las apuñaladas que mis tripas dan al silencio a estas horas de la madrugada. Hoy toca EPIS donados con material deportivo ¿Cuántos meses hace que no doy una pedalada? Si lo pienso, siento de nuevo mil cuchillas erizándose en mis cuádriceps por el jodido virus, hace una semana que estaba tumbado en la cama en la misma encrucijada mental que mi exitus de esta madrugada. Reviso la historia, la edad, con mi baremo etnicoepidemiológico, activan un par de sollozos prefabricados. Me autocorrijo, evito el exceso, dosifico para el saliente como estos días atrás y que las lágrimas se deslicen por el hielo y rebajando el whisky on the rocks. En las radiografías ya solo veo a la Muerte con dos caras, tal Dios Jano, comiendo algodón de azúcar. Escribo, causa inmediata parada cardiorrespiratoria.

VÍDEOS ACEPTADOS

Pandemia de coronavirus. Parte 1

Fernando Martínez García

Pandemia de coronavirus. Parte 2

Fernando Martínez García

Diario de una internista durante la pandemia

Judit Constán Rodríguez

Mi vida como internista... A través de los ojos de mis hijos

Esther del Corral Beamonte

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